mayo 04, 2003




Odio a la pantera de los Cheetos. Le tengo repulsión. Su hiperactividad y espíritu alienado se mete como un anzuelo en mi interior, hojea en el subconsciente y remueve no sé qué historias de la infancia que permanecen, por fortuna, bloqueadas. Maldita, incontenible, irradia un mix de sensaciones que literalmente me inhibe y hace voltear la cabeza. Náusea existencial.

Chéster me electriza. De ello me enteré en 1998, gracias a un comentario de Rafa en un vagón del Trolley, en San Diego. Veníamos de soportar una mala, muy mala conferencia de Brian Inglewood titulada De vuelta en Cleveland: La momificación del abuelo paterno, a la que habíamos acudido por invitación del Mormón, amigo para ciertos días y ciertos tópicos, quien rara vez se equivoca pero esa ocasión resbaló. No lo culpo. Con su presentación en la Universidad de San Diego, Inglewood daba por terminada una gira que se cacareó efusivamente en estaciones de radio independientes, atrajo a miles de estudiantes y se pasó de tueste.

Al regreso, caminando en un río humano a la estación del Trolley, comentamos decepcionados el discurso envejecedor de Inglewood, que el Mormón se atrevió a defender con el aire terco que lo caracteriza y que nos hace alejarnos periódicamente de él. Fueron tres horas. El hambre dolía.

—Aunque sea unos Cheetos —dijo el Mormón.

Minutos después teníamos los dedos emplastados de amarillo y vino la cinemática visión de Rafa sobre la textura hedionda de aceite con queso y "su pantera maniaca", como la llamó.

—No es pantera, es chita —dije, o debí decir.

No fue un momento cualquiera. Eran los días de recesión y censura para los frailes del sur de California, poco antes de la rebelión. Los días polémicos del cacao, el whiskey a cubetazos, la vereda llena de películas indie y ese precioso álbum doble de Egyptians Everywhere que aún tengo por favorito.

Esa noche desperté de un sueño terrible, que, como cualquier sueño terrible, sonará ridículo. No está en discusión la circunstancia ni los hábitos. Todo lo que vi fue una pista clandestina de autos, a mis cuatro abuelos organizando porras, un semáforo cambiando a verde y el furioso relámpago de un drágster que competía contra sí mismo. Un fálico, endiablado y escandaloso drágster.

—Zzzzzrrrroaaarrrrrghhh...

Traumas aparte, la mascota ideada por Frito Lay es un máster de la voracidad y el líbido. Se pasea por los anaqueles y las cocinas con esa pachorra y autoridad de los grandes íconos publicitarios —la manzana mordida de Apple, el león en celo de Warner Brothers, la muñeca decapitada de Lynman Records—. No sé a ti. Pero en mi caso, Chéster es el testigo peligroso que observa desde una esquina del parque en las tardes lluviosas, que te mira por encima del hombro con saña pecaminosa y espera el momento para sacarte de la realidad, hipnotizado, por caminos sin retorno. Y no me dejo. Aunque la pantera se mueva con desparpajo. Gígolo, creatura del infierno.

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mr_phuy@mail.com


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